• jueves, 28 de marzo de 2024
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Opinión / La vida misma

Carta a Sofía

Por César Martinicorena

Acabamos de colgar el teléfono y compruebo que me ha sabido a poco. Como siempre. Siendo la mayor de once sobrinos tienes la obligación de llamar más, de verme más, de mimarme más, so golferas. Como nunca será suficiente, te aguantas y me soportas.

Desde Pamplona te observo en Madrid, estudiando la carrera que sacas a trancas y barrancas y compruebo como la tierra chica se te ha quedado pequeña, como a tu amiga Geneva, como se le quedará a Jimena o Jesús, y la envidia me corroe como el orgullo me ahoga.

Hablamos de lo que pudre escribir siempre del nacionalismo, de lo poca cosa que intelectualmente transmite. De lo sano de no dedicarle más tiempo que el estrictamente necesario. Me convences de que, aun terrible, no merece tanto tiempo. Como sé que la razón te acompaña, cambio de tema para hablar de la universidad. De lo que supone un título y de su valor. Acordamos que tendrá mucha más enjundia lo que tú hagas con esas asignaturas que lo que ellas te reporten por el mero hecho de aprobarlas.

Tienes miedo a que el título se convierta en un proceso administrativo que únicamente marque el final de una etapa para acometer la siguiente. Acabar tu formación para convertirte en alguien productivo para la sociedad. Pierde cuidado, gorda. No corres el peligro de cosificarte como una “licenciada en”. Tú no.

La locura religiosa te trae de cráneo. Como no creyente, escrutas el presente preguntándote si la ausencia de fe conseguiría detener esta barbaridad parisiense y mundial. La locura del hombre. Yo te digo que no y  me contestas que “vaya mierda”, aunque en tu fuero interno estás convencida de que la idea de un universo sin dioses mejoraría la relación del hombre con el mundo.

¿Crees que nos tratarán de aburridos por hablar de estas cosas? No lo sé. Quizá deba contar al que lea estas líneas que también charlamos sobre el novio ese que tienes - así le corroan los gases-, del billar y de Barcelona. De tus pantalones nuevos o de mi jersey ya veinteañero. Sobre como añoramos a los amigos lejanos, valga como botón ese rojo impenitente nacido en Vetusta que no viene a visitarnos pero ni falta que hace para quererle igual, el muy gocho.

Recordamos a papá y no lloramos. Juntos no. Entonces pasamos a la música y yo te enfado avisándote de que Lou Reed y Leonard Cohen son el mejor pasaporte para alcanzar al suicidio. Ataco con un “qué coñazo de tíos” mientras me rematas a gol con un “imbécil” de difícil digestión. Exagero para picarte, y picas. Te meto un triple asegurando que quizá, solo quizá, esos bodrios podrían limpiarle los zapatos a Freddy Mercury pero nunca pasear por la misma acera que Sinatra. Entonces me chinchas con un desconsiderado “viejales” mientras yo esquivo tu mandoble con un desafiante “orejapiedra”. Pero me ganas. Al final, no sé cómo, me ganas. Como me ganan Elena, Danielito, Ángela, Chus, Pablo, María, Álvaro, Rubén, Jimena y, por supuesto, Irene.

Como siempre, te utilizo. Como lo hice en Oviedo desde que naciste. Como cuando juré que jamás me encontraría mal cuando estuviera contigo. Como lo he jurado con cada sobrino que ha ido llegando. La ausencia de hijos propios pesa menos con la bendición que suponéis vosotros once. No hay mejor trankimazin que un abrazo y un beso. No existe nada parecido a un achuchón de Jimenoide o un mordisco de Irene.

No te imaginas lo laxante que resulta dejar de escribir sobre un alcalde feble, pacato y melón para hablar un rato contigo. No sé qué interés podrá despertar en lector alguno semejante declaración de amor cuando todo Dios amanece ávido de atentados, detenciones, elecciones o el último fornicio de Tele 5.

¡Quién fuera Larra, Sofi! Quién pudiera escribir de lo que le salga del níspero y resultar interesante. Tomo nota de los dos libros que me recomiendas. God and Gun, de Sánchez Ferlosio y La utilidad de lo Inútil, de Nuccio Ordine –ni idea de la existencia de este hombre-  Procedo a comprarlos por internet aunque, ya de madrugada, me voy a la cama con Asterix en Bélgica. Siempre he pensado que Obéliz es el personaje más romántico de la literatura universal. Bueno, Obelix y el Capitán Haddock.

Como ya te expliqué, la madurez llega cuando empiezas a odiar a Tintín y comienzas a reverenciar a Haddock y al profesor Tornasol. Esta tesis, de difícil demostración, no es menos válida que mi gran descubrimiento. La gente con las gafas demasiado limpias no es de fiar. ¡Huye de ellos como alma que lleva Setién, mi chufi¡

Hablamos mañana. Besicos.


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Carta a Sofía