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Opinión / Desde la década de 1990 realiza entrevistas para el periódico El Mundo.

Itziar sigue en casa

Por Esther Esteban

Me he pasado horas buscando en mi ordenador dentro de "mis documentos" algo que escribí ese fatídico día, el 1 de noviembre del 2012,

en que oímos hablar, por primera vez, del Madrid Arena. Sabía que me había puesto en la piel de esas madres que esperaron ver aparecer a sus hijos de madrugada y con el alma en vilo. Sabía que aquel terrible suceso me conmocionó, especialmente, porque yo pude ser una de las madres de las víctimas y sabía y se que nuestros hijos están siempre al filo de la navaja, que corren riesgos infinitos de los que intentamos protegerles pero no podemos evitar.

Hemos oído durante el juicio que se celebra estos días relatos terroríficos de cinco de los testigos que ponen los pelos de punta. Han contado como se sintieron al ver morir a sus amigos, como en aquella avalancha surgieron héroes a quienes no les dejaron ayudar, como en su último soplo de vida Katia se despidió de su padre "No puedo más dile a mi padre que le quiero", le dijo a su amiga Amor. Los testimonios duros, terribles y escalofriantes nos dejan si palabras y con impotencia e indignación sólo nos resta pedir que se haga Justicia y gritar "Nunca más".

Han pasado tres años y yo sigo sintiendo y pensando lo mismo. Por eso me permito la licencia de plagiarme a mí misma y recordar lo que entonces sentí y sigo sintiendo:

"Sabemos bien lo que se siente. Las horas eternas, los terrores nocturnos, la espera interminable hasta que suene el clic de la puerta. Sabemos a qué sabe la incertidumbre y también ese dolor que te encoge el alma y te agarrota las entrañas cada vez que los vemos salir. Para ellos es la cantinela de siempre: la falda demasiado corta, el tacón demasiado alto, los labios demasiado rojos y, a continuación, el ¡no bebas!, ¡nunca vuelvas sola!, ¡cuidado! con los amigos que eliges, ¡ojo! con quién te subes en el coche.

Nadie te enseña donde está el equilibrio entre la hiperprotección y la responsabilidad, ni tampoco como convertirles en hombres y mujeres fuertes sin que tengan miedo al miedo o vivan aterrorizados en la jungla urbana.

Puse la radio al amanecer y la noticia confirmaba los temores eternos: tres chicas muertas y varios heridos tras una avalancha en el Madrid Arena convertida en trampa mortal. Como siempre, mi móvil en la mesilla y su habitación vacía, aunque ya está amaneciendo. Sabía con certeza que no tenía entradas para la macrofiesta pero ¿y si se acercó por si podía colarse en el último minuto? Marcas su teléfono aun sabiendo que si contesta hay bronca segura.

Ya tiene 18 años, la mayoría de edad legal a la que ella apela, orgullosa, cada vez que hay discrepancias sobre como actuar en según qué momentos. Respiras hondo mientras suena piiiiiiii, piiiiiii. No contesta, la imaginación se desborda y la desesperación cubre todos los poros de tu piel. ¿Estará ahí?, ¿será ella, estará bien o viviendo una pesadilla? ¿Por qué no coge el maldito móvil?

Piensas que lo tiene en silencio y te tranquilizas un instante. Escribes solo tres palabras en el whatsapp. ¿Dónde estás cariño? No hay respuesta y quieres salir a la calle a buscarla y sientes un dolor como si te hubieran hecho un boquete en el estomago.

Te das diez minutos de margen y ¡de repente! oyes el clic de la puerta, el tac, tac, tac, tac de sus tacones, el sonido de sus llaves encima de la mesa. Se abre el frigorífico, piensas que llegará helada de frío y se tomara un buen vaso de leche con cola-cao, como suele hacer, antes de meterse en la cama. Espías todos sus movimientos sin rechistar, oyes como se quita su disfraz de Halloween que tú misma la compraste para que pasara un buen rato con unos amigos de la universidad, y más que nunca deseas que vaya a tu cama para darte un beso, como hace siempre porque así lo pactasteis hace años cuando empezaron las broncas por la hora de llegada. ¡A esta casa no se llega de día! Fue la solución salomónica que encontró su padre con su hermano mayor harto de la batallas de todos los fines de semana, por la hora de recogida, y que se ha mantenido como una norma de la casa.

Oyes que se acerca a hurtadillas con la luz apagada, y que tropieza con algo en el pasillo. ¿Habrá bebido demasiado? piensas inevitablemente. Notas sus labios en tu mejilla y te vuelves para olfatear, con disimulo, su aliento en busca de restos de alcohol barato.

¿Mamá estás despierta? ¿Pasa algo cariño?, preguntas fingiéndote adormilada. Fíjate me ha llamado Marta que se ha ido con los de su clase a la actuación del Dj Steve Aoki de la Casa de Campo y me dice que ha habido una avalancha, que hay chicas muertas y varios heridos y que a ella le han tirado al suelo y le han pisoteado. Mamá esa era la fiesta a la que no hemos ido nosotros porque ya no había entradas ¡menos mal!. Te incorporas de la cama la abrazas, se acurruca contigo, te pone sus pies helados en los tuyos y en un ¡plis plas! cuando intentas comentar con ella lo ocurrido, está profundamente dormida.

Para ti ha sido otra noche más en vela. Una más, pero te levantas despacio, le arropas bien, notas que te duele todo el cuerpo después de otra noche insomne, pero ya no tienes el alma encogida y se han disipado los miedos. Han desaparecido esos pensamientos terribles que te hacen sentir cada vez más culpable por no haber impuesto más autoridad, por no haberle impedido salir con sus pinturas de guerra, por no repetir otra vez la monserga de siempre: que no son horas ni de salir ni de llegar, que hay otras formas de disfrutar el ocio que no es a base de alcohol, música atronadora y baile desenfrenado. Recoges su disfraz de Halloween que ha dejado tirado en medio del pasillo y sientes un sosiego reparador porque no ha sido ella. No es Cristina, ni Rocío ni Katia, pero yo me siento como se han sentido las madres de todas ellas. Mi hija Itziar está en casa, durmiendo a mi lado y mi desasosiego volverá en unas horas, en el mismo instante que le vuelva a ver con su falda demasiado corta, sus tacones demasiados altos y sus labios demasiado rojos. Soy Madre y esto se llama Amor".


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Itziar sigue en casa