• domingo, 28 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

La elegancia de Sting y del Navarra Arena

Por Javier Ancín

"Qué nitidez, qué trazó tan fino, qué delicado, qué bien todo. Dio gusto gastarse la pasta en escuchar a Sting, mucho, un artista que no te da la chapa, te suelta -las libera, las dibuja- sus canciones con un sentimiento que no trae distorsión alguna"

conciertoSting_016 (1)
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Qué elegante es el Navarra Arena. Es sorprendente que un polideportivo, que tendría  que oler siempre a sudor, pueda ser a la vez un espacio tan bien vestido, tan bien acabado, tan equilibrado en su sobriedad. Todo está donde tiene que estar, desde el diseño de los escaleras, graderíos, luces, hasta el acabado de la fuente de sus indicaciones.

Además fue barato. Un espacio de sus características por 60 millones es una ganga. San Mamés, construido por la misma época, por hablar del modelo de país y negocio de los detractores del Navarra Arena, un recinto deportivo pagado con dinero público para uso y titularidad privada, rondó los 200 millones de euros. Nada más terminarlo tuvieron que iniciar sus primeras reformas porque lo habían construido mal. Parte de las gradas se mojaban cuando llovía y hubo que construir una nueva cubierta. Es decir,
más pasta.

La cabezonería de Barkos, por no llamarla venganza en costillar ajeno, el nuestro, el populacho que lo llena siempre que se programa cualquier espectáculo, que no soportaba que la última gran obra pública que se ha hecho en Navarra fuera de Barcina, lo tuvo cerrado cuatro años. Desde entonces, vamos ya para una década, Navarra está paralizada de obra pública, que se dice pronto.

Me gusta el Navarra Arena, me siento cómodo, es cálido, está tan bien pensado. Incluso tiene una acústica sorprendente. El sábado pasado lo pudimos volver a comprobar todos los que estuvimos escuchando a Sting en esos solos de guitarra española, que parecían reducir el espacio hasta crear la ficción de que las 10.000 personas que estábamos allí boquiabiertas, nos sentábamos en una sala de cámara, en un teatro minúsculo, en el salón de una casa incluso. Qué cerca puede estar todo cuando las cosas se construyen bien: espacio, tiempo, música...

Qué nitidez, qué trazó tan fino, qué delicado, qué bien todo. Dio gusto gastarse la pasta en escuchar a Sting, mucho, un artista que no te da la chapa, te suelta -las libera, las dibuja- sus canciones con un sentimiento que no trae distorsión alguna. Como el edificio, que no distrae, que no tiene discurso, que no es propaganda, que solo suma, que envuelve, que hace de expositor perfecto para un espectáculo de relojería como el que trajo el eterno bajista de Police.

Fue todo tan sublime, que sus dos coristas desplegaron un registro de voz mejor que el 99% de los cantantes y cantantas que hoy triunfan. Qué caprichosa es la fama, solo ellos dos podían haber llenado un concierto sobresaliente.

Y aún había algo más. Puede que el juego de luces de Walking on the Moon sea el que más me ha gustado de los que he visto en todos los conciertos que llevo ya en la chepa. Esos cañones blancos que atravesaron la atmósfera y que a la vez funcionaban como lunas en la noche y cráteres sobre su superficie de un escenario convertido en satélite me parecieron todo un acierto.

Vamos, que salí encantado, de camino hasta el coche me olvidé por un rato de Irroña y hasta del frío de la noche. Qué frío hace en esta ciudad gélida como el corazón de una suegra aberchándal. Control de alcoholemia negativo mediante, no nos libramos ni uno de pasar por él, cosa que me parece estupenda, y a dormir arropado con esa banda sonora que es ya la de toda una vida. Una noche para enmarcar. Qué bonito. Y eso es todo.


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